domingo, 26 de septiembre de 2010

Poesías

A la Izquierda del Roble


No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico es un parque dormido

en el que uno puede sentirse árbol o prójimo

siempre y cuando se cumpla un requisito previo.

Que la ciudad exista tranquilamente lejos.



El secreto es apoyarse digamos en un tronco

y oír a través del aire que admite ruidos muertos

cómo en Millán y Reyes galopan los tranvías.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico siempre ha tenido

una agradable propensión a los sueños

a que los insectos suban por las piernas

y la melancolía baje por los brazos

hasta que uno cierra los puños y la atrapa.



Después de todo el secreto es mirar hacia arriba

y ver cómo las nubes se disputan las copas

y ver cómo los nidos se disputan los pájaros.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

ah pero las parejas que huyen al Botánico

ya desciendan de un taxi o bajen de una nube

hablan por lo común de temas importantes

y se miran fan ticamente a los ojos

como si el amor fuera un brevísimo túnel

y ellos se contemplaran por dentro de ese amor.



Aquellos dos por ejemplo a la izquierda del roble

(también podría llamarlo almendro o araucaria

gracias a mis lagunas sobre Pan y Linneo)

hablan y por lo visto las palabras

se quedan conmovidas a mirarlos

ya que a mí no me llegan ni siquiera los ecos.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero es lindísimo imaginar qué dicen

sobre todo si él muerde una ramita

y ella deja un zapato sobre el césped

sobre todo si él tiene los huesos tristes

y ella quiere sonreír pero no puede.



Para mí que el muchacho está diciendo

lo que se dice a veces en el Jardín Botánico



ayer llegó el otoño

el sol de otoño

y me sentí feliz

como hace mucho

qué linda estás

te quiero

en mi sueño

de noche

se escuchan las bocinas

el viento sobre el mar

y sin embargo aquello

también es el silencio

mírame así

te quiero

yo trabajo con ganas

hago números

fichas

discuto con cretinos

me distraigo y blasfemo

dame tu mano

ahora

ya lo sabés

te quiero

pienso a veces en Dios

bueno no tantas veces

no me gusta robar

su tiempo

y además está lejos

vos estás a mi lado

ahora mismo estoy triste

estoy triste y te quiero

ya pasarán las horas

la calle como un río

los árboles que ayudan

el cielo

los amigos

y qué suerte

te quiero

hace mucho era niño

hace mucho y qué importa

el azar era simple

como entrar en tus ojos

dejame entrar

te quiero

menos mal que te quiero.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero puedo ocurrir que de pronto uno advierta

que en realidad se trata de algo más desolado

uno de esos amores de tántalo y azar

que Dios no admite porque tiene celos.



Fíjense que él acusa con ternura

y ella se apoya contra la corteza

fíjense que él va tildando recuerdos

y ella se consterna misteriosamente.



Para mí que el muchacho está diciendo

lo que se dice a veces en el Jardín Botánico



vos lo dijiste

nuestro amor

fue desde siempre un niño muerto

sólo de a ratos parecía

que iba a vivir

que iba a vencernos

pero los dos fuimos tan fuertes

que lo dejamos sin su sangre

sin su futuro

sin su cielo

un niño muerto

sólo eso

maravilloso y condenado

quizá tuviera una sonrisa

como la tuya

dulce y honda

quizá tuviera un alma triste

como mi alma

poca cosa

quizá aprendiera con el tiempo

a desplegarse

a usar el mundo

pero los niños que así vienen

muertos de amor

muertos de miedo

tienen tan grande el corazón

que se destruyen sin saberlo

vos lo dijiste

nuestro amor

fue desde siempre un niño muerto

y qué verdad dura y sin sombra

qué verdad fácil y qué pena

yo imaginaba que era un niño

y era tan sólo un niño muerto

ahora qué queda

sólo queda

medir la fe y que recordemos

lo que pudimos haber sido

para él

que no pudo ser nuestro

qué más

acaso cuando llegue

un veintitrés de abril y abismo

vos donde estés

llevale flores

que yo también iré contigo.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero el Jardín Botánico es un parque dormido

que sólo despierta con la lluvia.



Ahora la última nube a resuelto quedarse

y nos está mojando como alegres mendigos.



El secreto está en correr con precauciones

a fin de no matar ningún escarabajo

y no pisar los hongos que aprovechan

para nadar desesperadamente.



Sin prevenciones me doy vuelta y siguen

aquellos dos a la izquierda del roble

eternos y escondidos en la lluvia

diciéndose quién sabe qué silencios.



No sé si alguna vez les ha pasado a ustedes

pero cuando la lluvia cae sobre el Botánico

aquí se quedan sólo los fantasmas.



Ustedes pueden irse.

Yo me quedo.


Chau número tres

Te dejo con tu vida

tu trabajo

tu gente

con tus puestas de sol

y tus amaneceres



sembrando tu confianza

te dejo junto al mundo

derrotando imposibles

segura sin seguro



te dejo frente al mar

descifrándote sola

sin mi pregunta a ciegas

sin mi respuesta rota



te dejo sin mis dudas

pobres y malheridas

sin mis inmadureces

sin mi veteranía



pero tampoco creas

a pie juntillas todo

no creas nunca creas

este falso abandono



estaré donde menos

lo esperes

por ejemplo

en un árbol añoso

de oscuros cabeceos



estaré en un lejano

horizonte sin horas

en la huella del tacto

en tu sombra y mi sombra



estaré repartido

en cuatro o cinco pibes

de esos que vos mirás

y enseguida te siguen



y ojalá pueda estar

de tu sueño en la red

esperando tus ojos

y mirandoté.






lunes, 20 de septiembre de 2010

Cuentos II

Edgar Allan Poe
(Boston, 1809 - Baltimore, 1849)


el cuervo
Una vez, al filo de una lúgubre media noche,
mientras débil y cansado, en tristes reflexiones embebido,
inclinado sobre un viejo y raro libro de olvidada ciencia,
cabeceando, casi dormido,
oyóse de súbito un leve golpe,
como si suavemente tocaran,
tocaran a la puerta de mi cuarto.
“Es —dije musitando— un visitante
tocando quedo a la puerta de mi cuarto.
Eso es todo, y nada más.”

¡Ah! aquel lúcido recuerdo
de un gélido diciembre;
espectros de brasas moribundas
reflejadas en el suelo;
angustia del deseo del nuevo día;
en vano encareciendo a mis libros
dieran tregua a mi dolor.
Dolor por la pérdida de Leonora, la única,
virgen radiante, Leonora por los ángeles llamada.
Aquí ya sin nombre, para siempre.

Y el crujir triste, vago, escalofriante
de la seda de las cortinas rojas
llenábame de fantásticos terrores
jamás antes sentidos.  Y ahora aquí, en pie,
acallando el latido de mi corazón,
vuelvo a repetir:
“Es un visitante a la puerta de mi cuarto
queriendo entrar. Algún visitante
que a deshora a mi cuarto quiere entrar.
Eso es todo, y nada más.”

Ahora, mi ánimo cobraba bríos,
y ya sin titubeos:
“Señor —dije— o señora, en verdad vuestro perdón
imploro,
mas el caso es que, adormilado
cuando vinisteis a tocar quedamente,
tan quedo vinisteis a llamar,
a llamar a la puerta de mi cuarto,
que apenas pude creer que os oía.”
Y entonces abrí de par en par la puerta:
Oscuridad, y nada más.

Escrutando hondo en aquella negrura
permanecí largo rato, atónito, temeroso,
dudando, soñando sueños que ningún mortal
se haya atrevido jamás a soñar.
Mas en el silencio insondable la quietud callaba,
y la única palabra ahí proferida
era el balbuceo de un nombre: “¿Leonora?”
Lo pronuncié en un susurro, y el eco
lo devolvió en un murmullo: “¡Leonora!”
Apenas esto fue, y nada más.

Vuelto a mi cuarto, mi alma toda,
toda mi alma abrasándose dentro de mí,
no tardé en oír de nuevo tocar con mayor fuerza.
“Ciertamente —me dije—, ciertamente
algo sucede en la reja de mi ventana.
Dejad, pues, que vea lo que sucede allí,
y así penetrar pueda en el misterio.
Dejad que a mi corazón llegue un momento el silencio,
y así penetrar pueda en el misterio.”
¡Es el viento, y nada más!

De un golpe abrí la puerta,
y con suave batir de alas, entró
un majestuoso cuervo
de los santos días idos.
Sin asomos de reverencia,
ni un instante quedo;
y con aires de gran señor o de gran dama
fue a posarse en el busto de Palas,
sobre el dintel de mi puerta.
Posado, inmóvil, y nada más.

Entonces, este pájaro de ébano
cambió mis tristes fantasías en una sonrisa
con el grave y severo decoro
del aspecto de que se revestía.
“Aun con tu cresta cercenada y mocha —le dije—,
no serás un cobarde,
hórrido cuervo vetusto y amenazador.
Evadido de la ribera nocturna.
¡Dime cuál es tu nombre en la ribera de la Noche Plutónica!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Cuánto me asombró que pájaro tan desgarbado
pudiera hablar tan claramente;
aunque poco significaba su respuesta.
Poco pertinente era. Pues no podemos
sino concordar en que ningún ser humano
ha sido antes bendecido con la visión de un pájaro
posado sobre el dintel de su puerta,
pájaro o bestia, posado en el busto esculpido
de Palas en el dintel de su puerta
con semejante nombre: “Nunca más.”

Mas el Cuervo, posado solitario en el sereno busto.
las palabras pronunció, como virtiendo
su alma sólo en esas palabras.
Nada más dijo entonces;
no movió ni una pluma.
Y entonces yo me dije, apenas murmurando:
“Otros amigos se han ido antes;
mañana él también me dejará,
como me abandonaron mis esperanzas.”
Y entonces dijo el pájaro: “Nunca más.”

Sobrecogido al romper el silencio
tan idóneas palabras,
“sin duda —pensé—, sin duda lo que dice
es todo lo que sabe, su solo repertorio, aprendido
de un amo infortunado a quien desastre impío
persiguió, acosó sin dar tregua
hasta que su cantinela sólo tuvo un sentido,
hasta que las endechas de su esperanza
llevaron sólo esa carga melancólica
de ‘Nunca, nunca más’.”

Mas el Cuervo arrancó todavía
de mis tristes fantasías una sonrisa;
acerqué un mullido asiento
frente al pájaro, el busto y la puerta;
y entonces, hundiéndome en el terciopelo,
empecé a enlazar una fantasía con otra,
pensando en lo que este ominoso pájaro de antaño,
lo que este torvo, desgarbado, hórrido,
flaco y ominoso pájaro de antaño
quería decir granzando: “Nunca más.”

En esto cavilaba, sentado, sin pronunciar palabra,
frente al ave cuyos ojos, como-tizones encendidos,
quemaban hasta el fondo de mi pecho.
Esto y más, sentado, adivinaba,
con la cabeza reclinada
en el aterciopelado forro del cojín
acariciado por la luz de la lámpara;
en el forro de terciopelo violeta
acariciado por la luz de la lámpara
¡que ella no oprimiría, ¡ay!, nunca más!

Entonces me pareció que el aire
se tornaba más denso, perfumado
por invisible incensario mecido por serafines
cuyas pisadas tintineaban en el piso alfombrado.
“¡Miserable —dije—, tu Dios te ha concedido,
por estos ángeles te ha otorgado una tregua,
tregua de nepente de tus recuerdos de Leonora!
¡Apura, oh, apura este dulce nepente
y olvida a tu ausente Leonora!”
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta!” —exclamé—, ¡cosa diabolica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio
enviado por el Tentador, o arrojado
por la tempestad a este refugio desolado e impávido,
a esta desértica tierra encantada,
a este hogar hechizado por el horror!
Profeta, dime, en verdad te lo imploro,
¿hay, dime, hay bálsamo en Galaad?
¡Dime, dime, te imploro!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Profeta! —exclamé—, ¡cosa diabólica!
¡Profeta, sí, seas pájaro o demonio!
¡Por ese cielo que se curva sobre nuestras cabezas,
ese Dios que adoramos tú y yo,
dile a esta alma abrumada de penas si en el remoto Edén
tendrá en sus brazos a una santa doncella
llamada por los ángeles Leonora,
tendrá en sus brazos a una rara y radiante virgen
llamada por los ángeles Leonora!”
Y el cuervo dijo: “Nunca más.”

“¡Sea esa palabra nuestra señal de partida
pájaro o espíritu maligno! —le grité presuntuoso.
¡Vuelve a la tempestad, a la ribera de la Noche Plutónica.
No dejes pluma negra alguna, prenda de la mentira
que profirió tu espíritu!
Deja mi soledad intacta.
Abandona el busto del dintel de mi puerta.
Aparta tu pico de mi corazón
y tu figura del dintel de mi puerta.
Y el Cuervo dijo: “Nunca más.”

Y el Cuervo nunca emprendió el vuelo.
Aún sigue posado, aún sigue posado
en el pálido busto de Palas.
en el dintel de la puerta de mi cuarto.
Y sus ojos tienen la apariencia
de los de un demonio que está soñando.
Y la luz de la lámpara que sobre él se derrama
tiende en el suelo su sombra. Y mi alma,
del fondo de esa sombra que flota sobre el suelo,
no podrá liberarse. ¡Nunca más!


El gato negro
No espero ni remotamente que se conceda el menor crédito a la extraña, aunque familiar historia que voy a relatar. Sería verdaderamente insensato esperarlo cuando mis mismos sentidos rechazan su propio testimonio. No obstante, yo no estoy loco, y ciertamente no sueño. Pero, por si muero mañana, quiero aliviar hoy mi alma. Me propongo presentar ante el mundo, clara, sucintamente y sin comentarios, una serie de sencillos sucesos domésticos. Por sus consecuencias, estos sucesos me han torturado, me han anonadado. Con todo, sólo trataré de aclararlos. A mí sólo horror me han causado, a muchas personas parecerán tal vez menos terribles que estrambóticos. Quizá más tarde surja una inteligencia que de a mi visión una forma regular y tangible; una inteligencia más serena, más lógica, y, sobre todo, menos excitable que la mía, que no encuentre en las circunstancias que relato con horror más que una sucesión de causas y de efectos naturales.
La docilidad y la humanidad fueron mis características durante mi niñez. Mi ternura de corazón era tan extremada, que atrajo sobre mí las burlas de mis camaradas. Sentía extraordinaria afición por los animales, y mis parientes me habían permitido poseer una gran variedad de ellos. Pasaba en su compañía casi todo el tiempo y jamás me sentía más feliz que cuando les daba de comer o acariciaba. Esta singularidad de mi carácter aumentó con los años, y cuando llegué a ser un hombre, vino a constituir uno de mis principales placeres. Para los que han profesado afecto a un perro fiel e inteligente, no es preciso que explique la naturaleza o la intensidad de goces que esto puede proporcionar. Hay en el desinteresado amor de un animal, en su abnegación, algo que va derecho al corazón del que ha tenido frecuentes ocasiones de experimentar su humilde amistad, su fidelidad sin límites. Me casé joven, y tuve la suerte de encontrar en mi esposa una disposición semejante a la mía. Observando mi inclinación hacia los animales domésticos, no perdonó ocasión alguna de proporcionarme los de las especies más agradables. Teníamos pájaros, un pez dorado, un perro hermosísimo, conejitos, un pequeño mono y un gato. Este último animal era tan robusto como hermoso, completamente negro y de una sagacidad maravillosa. Respecto a su inteligencia, mi mujer, que en el fondo era bastante supersticiosa, hacía frecuentes alusiones a la antigua creencia popular, que veía brujas disfrazadas en todos los gatos negros. Esto no quiere decir que ella tomase esta preocupación muy en serio, y si lo menciono, es sencillamente porque me viene a la memoria en este momento. Plutón, este era el nombre del gato, era mi favorito, mi camarada. Yo le daba de comer y él me seguía por la casa adondequiera que iba. Esto me tenía tan sin cuidado, que llegué a permitirle que me acompañase por las calles.
Nuestra amistad subsistió así muchos años, durante los cuales mi carácter, por obra del demonio de la intemperancia, aunque me avergüence de confesarlo, sufrió una alteración radical. Me hice de día en día más taciturno, más irritable, más indiferente a los sentimientos ajenos. Llegué a emplear un lenguaje brutal con mi mujer. Más tarde, hasta la injurié con violencias personales. Mis pobres favoritos, naturalmente, sufrieron también el cambio de mi carácter. No solamente los abandonaba, sino que llegué a maltratarlos. El afecto que a Plutón todavía conservaba me impedía pegarle, así como no me daba escrúpulo de maltratar a los conejos, al mono y aun al perro, cuando por acaso o por cariño se atravesaban en mi camino. Mi enfermedad me invadía cada vez más, pues ¿qué enfermedad es comparable al alcohol?, y, con el tiempo, hasta el mismo Plutón, que mientras tanto envejecía y naturalmente se iba haciendo un poco desapacible, empezó a sufrir las consecuencias de mi mal humor.
Una noche que entré en casa completamente borracho, me pareció que el gato evitaba mi vista. Lo agarré, pero, espantado de mi violencia, me hizo en una mano con sus dientes una herida muy leve. Mi alma pareció que abandonaba mi cuerpo, y una rabia más que diabólica, saturada de ginebra, penetró en cada fibra de mí ser. Saqué del bolsillo del chaleco un cortaplumas, lo abrí, agarré al pobre animal por la garganta y deliberadamente le hice saltar un ojo de su órbita. Me avergüenzo, me consumo, me estremezco al escribir esta abominable atrocidad.
Por la mañana, al recuperar la razón, cuando se hubieron disipado los vapores de mi crápula nocturna, experimenté una sensación mitad horror mitad remordimiento, por el crimen que había cometido; pero fue sólo un débil e inestable pensamiento, y el alma no sufrió las heridas.
Persistí en mis excesos, y bien pronto ahogué en vino todo recuerdo de mi criminal acción.
El gato sanó lentamente. La órbita del ojo perdido presentaba, en verdad, un aspecto horroroso, pero en adelante no pareció sufrir. Iba y venía por la casa, según su costumbre; pero huía de mí con indecible horror.
Aún me quedaba lo bastante de mi benevolencia anterior para sentirme afligido por esta antipatía evidente de parte de un ser que tanto me había amado. Pero a este sentimiento bien pronto sucedió la irritación. Y entonces desarrollose en mí, para mi postrera e irrevocable caída, el espíritu de la perversidad, del que la filosofía no hace mención. Con todo, tan seguro como existe mi alma, yo creo que la perversidad es uno de los primitivos impulsos del corazón humano; una de las facultades o sentimientos elementales que dirigen al carácter del hombre. ¿Quién no se ha sorprendido cien veces cometiendo una acción sucia o vil, por la sola razón de saber que no la debía cometer? ¿No tenemos una perpetua inclinación, no obstante la excelencia de nuestro juicio, a violar lo que es ley, sencillamente porque comprendemos que es ley? Este espíritu de perversidad, repito, causó mi ruina completa. El deseo ardiente, insondable del alma de atormentarse a sí misma, de violentar su propia naturaleza, de hacer el mal por amor al mal, me impulsaba a continuar el Suplicio a que había condenado al inofensivo animal. Una mañana, a completa sangre fría, le puse un nudo corredizo alrededor del cuello y lo colgué de una rama de un árbol; lo ahorqué con los ojos arrasados en lágrimas, experimentando el más amargo remordimiento en el corazón; lo ahorqué porque me constaba que me había amado y porque sentía que no me hubiese dado ningún motivo de cólera; lo ahorqué porque sabía que haciéndolo así cometía un pecado, un pecado mortal que comprometía mi alma inmortal, al punto de colocarla, si tal cosa es posible, fuera de la misericordia infinita del Dios misericordioso y terrible.
En la noche que siguió al día en que fue ejecutada esta cruel acción, fui despertado a los gritos de «¡fuego!» Las cortinas de mi lecho estaban convertidas en llamas. Toda la casa estaba ardiendo. Con gran dificultad escapamos del incendio mi mujer, un criado y yo. La destrucción fue completa. Se aniquiló toda mi fortuna, y entonces me entregué a la desesperación.
No trato de establecer una relación de la causa con el efecto, entre la atrocidad y el desastre: estoy muy por encima de esta debilidad. Sólo doy cuenta de una cadena de hechos, y no quiero que falte ningún eslabón. El día siguiente al incendio visité las ruinas. Los muros se habían desplomado, exceptuando uno solo, y esta única excepción fue un tabique interior poco sólido, situado casi en la mitad de la casa, y contra el cual se apoyaba la cabecera de mi lecho. Dicha pared había escapado en gran parte a la acción del fuego, cosa que yo atribuí a que había sido recientemente renovada. En torno de este muro agrupábase una multitud de gente y muchas personas parecían examinar algo muy particular con minuciosa y viva atención. Las palabras «¡extraño!» «¡singular!» y otras expresiones semejantes excitaron mi curiosidad. Me aproximé y vi, a manera de un bajo relieve esculpido sobre la blanca superficie, la figura de un gato gigantesco. La imagen estaba estampada con una exactitud verdaderamente maravillosa.
Había una cuerda alrededor del cuello del animal. Al momento de ver esta aparición, pues como a tal, en semejante circunstancia, no podía por menos de considerarla, mi asombro y mi temor fueron extraordinarios. Pero, al fin, la reflexión vino en mi ayuda. Recordé entonces que el gato había sido ahorcado en un jardín, contiguo a la casa. A los gritos de alarma, el jardín habría sido inmediatamente invadido por la multitud y el animal debió haber sido descolgado del árbol por alguno y arrojado en mi cuarto a través de una ventana abierta. Esto seguramente, había sido hecho con el fin de despertarme. La caída de los otros muros había aplastado a la víctima de mi crueldad en el yeso recientemente extendido; la cal de este muro, combinada con las llamas y el amoníaco desprendido del cadáver, habrían formado la imagen, tal como yo la veía. Merced a este artificio logré satisfacer muy pronto a mi razón, mas no pude hacerlo tan rápidamente con mi conciencia, por que el suceso sorprendente que acabo de relatar, grabóse en mi imaginación de una manera profunda. Hasta pasados muchos meses no pude desembarazarme del espectro del gato, y durante este período envolvió mi alma un semi sentimiento, muy semejante al remordimiento. Llegué hasta llorar la pérdida del animal y a buscar en torno mío, en los tugurios miserables, que tanto frecuentaba habitualmente, otro favorito de la misma especie y de una figura parecida que lo reemplazara.
Ocurrió que una noche que me hallaba sentado, medio aturdido, en una taberna más que infame, fue repentinamente solicitada mi atención hacia un objeto negro que reposaba en lo alto de uno de esos inmensos toneles de ginebra o ron que componían el principal ajuar de la sala. Hacía algunos momentos que miraba a lo alto de este tonel, y lo que me sorprendía era no haber notado más pronto el objeto colocado encima. Me aproximé, tocándolo con la mano.
Era un enorme gato, tan grande por lo menos como Plutón, e igual a él en todo, menos en una cosa. Plutón no tenía ni un pelo blanco en todo el cuerpo, mientras que éste tenía una salpicadura larga y blanca, de forma indecisa que le cubría casi toda la región del pecho.
No bien lo hube acariciado cuando se levantó súbitamente, prorrumpió en continuado ronquido, se frotó contra mi mano y pareció muy contento de mi atención. Era, pues, el verdadero animal que yo buscaba. Al momento propuse, al dueño de la taberna comprarlo, pero éste no se dio por entendido: yo no lo conocía ni lo había visto nunca antes de aquel momento. Continué acariciándolo y, cuando me preparaba a regresar a mi casa, el animal se mostró dispuesto a acompañarme. Le permití que lo hiciera, agachándome de vez en cuando para acariciarlo durante el camino.
Cuando estuvo en mi casa, se encontró como en la suya, e hízose en seguida gran amigo de mi mujer. Por mi parte, bien pronto sentí nacer antipatía contra él. Era casualmente lo contrario de lo que yo había esperado; no sé cómo ni por qué sucedió esto: su empalagosa ternura me disgustaba, fatigándome casi. Poco a poco, estos sentimientos de disgusto y fastidio convirtiéronse en odio.
Esquivaba su presencia; pero una especie de sensación de bochorno y el recuerdo de mi primer acto de crueldad me impidieron maltratarlo. Durante algunas semanas me abstuve de golpearlo con violencia; llegué a tomarle un indecible horror, y a huir silenciosamente de su odiosa presencia, como de la peste.
Seguramente lo que aumentó mi odio contra el animal fue el descubrimiento que hice en la mañana siguiente de haberlo traído a casa: lo mismo que Plutón, él también había sido privado de uno de sus ojos.
Esta circunstancia hizo que mi mujer le tomase más cariño, pues, como ya he dicho, ella poseía en alto grado esta ternura de sentimientos que había sido mi rasgo característico y el manantial frecuente de mis más sencillos y puros placeres.
No obstante, el cariño del gato hacia mí parecía acrecentarse en razón directa de mi aversión contra él. Con implacable tenacidad, que no podrá explicarse el lector, seguía mis pasos. Cada vez que me sentaba, acurrucábase bajo mi silla o saltaba sobre mis rodillas, cubriéndome con sus repugnantes caricias.
Si me levantaba para andar, se metía entre mis piernas y casi me hacía caer al suelo, o bien introduciendo sus largas y afiladas garras en mis vestidos, trepaba hasta mi pecho.
En tales momentos, aunque hubiera deseado matarlo de un solo golpe, me contenía en parte por el recuerdo de mi primer crimen, pero principalmente debo confesarlo, por el terror que me causaba el animal.
Este terror no era de ningún modo el espanto que produce la perspectiva de un mal físico, pero me sería muy difícil denominarlo de otro modo. Lo confieso abochornado. Sí; aun en este lugar de criminales, casi me avergüenzo al afirmar que el miedo y el horror que me inspiraba el animal se habían aumentado por una de las mayores fantasías que es posible concebir.
Mi mujer habíame hecho notar más de una vez el carácter de la mancha blanca de que he hablado y en la que estribaba la única diferencia aparente entre el nuevo animal y el matado por mí. Seguramente recordará el lector que esta marca, aunque grande, estaba primitivamente indefinida en su forma, pero lentamente, por grados imperceptibles, que mi razón se esforzó largo tiempo en considerar como imaginarios, había llegado a adquirir una rigurosa precisión en sus contornos. Presentaba la forma de un objeto que me estremezco sólo al nombrarlo: y esto era lo que sobre todo me hacía mirar al monstruo con horror y repugnancia, y me habría impulsado a librarme de él, ni me hubiera atrevido: la imagen de una cosa horrible y siniestra, la imagen de la horca. ¡Oh lúgubre y terrible aparato, instrumento del horror y del crimen, de la agonía y de la muerte!
Y heme aquí convertido en un miserable, más allá de la miseria de la humanidad. Un animal inmundo, cuyo hermano yo había con desprecio destruido, una bestia bruta creando para mí -para mí, hombre formado a imagen del Altísimo-, un tan grande e intolerable infortunio. ¡Desde entonces no volví a disfrutar de reposo, ni de día ni de noche! Durante el día el animal no me dejaba ni un momento, y por la noche, a cada instante, cuando despertaba de mi sueño, lleno de angustia inexplicable, sentía el tibio aliento de la alimaña sobre mi rostro, y su enorme peso, encarnación de una pesadilla que no podía sacudir, posado eternamente sobre mi corazón.
Tales tormentos influyeron lo bastante para que lo poco de bueno que quedaba en mí desapareciera. Vinieron a ser mis íntimas preocupaciones los más sombríos y malvados pensamientos. La tristeza de mi carácter habitual se acrecentó hasta odiar todas las cosas y a toda la humanidad; y, no obstante, mi mujer no se quejaba nunca, ¡ay! ella era de ordinario el blanco de mis iras, la más paciente víctima de mis repentinas, frecuentes e indomables explosiones de una cólera a la cual me abandonaba ciegamente.
Ocurrió, que un día que me acompañaba, para un quehacer doméstico, al sótano del viejo edificio donde nuestra pobreza nos obligaba a habitar, el gato me seguía por la pendiente escalera, y, en ese momento, me exasperó hasta la demencia. Enarbolé el hacha, y, olvidando en mi furor el temor pueril que hasta entonces contuviera mi mano, asesté al animal un golpe que habría sido mortal si le hubiese alcanzado como deseaba; pero el golpe fue evitado por la mano de mi mujer. Su intervención me produjo una rabia más que diabólica; desembaracé mi brazo del obstáculo y le hundí el hacha en el cráneo. Y sucumbió instantáneamente, sin exhalar un solo gemido mi desdichada mujer.
Consumado este horrible asesinato, traté de esconder el cuerpo.
Juzgué que no podía hacerlo desaparecer de la casa, ni de día ni de noche, sin correr el riesgo de ser observado por los vecinos. Numerosos proyectos cruzaron por mi mente. Pensé primero en dividir el cadáver en pequeños trozos y destruirlos por medio del fuego. Discurrí luego cavar una fosa en el suelo del sótano. Pensé más tarde arrojarlo al pozo del patio: después meterlo en un cajón, como mercancía, en la forma acostumbrada, y encargar a un mandadero que lo llevase fuera de la casa. Finalmente, me detuve ante una idea que consideré la mejor de todas.
Resolví emparedarlo en el sótano, como se dice que los monjes de la Edad Media emparedaban a sus víctimas. En efecto, el sótano parecía muy adecuado para semejante operación. Los muros estaban construidos muy a la ligera, y recientemente habían sido cubiertos, en toda su extensión de una capa de mezcla, que la humedad había impedido que se endureciese.
Por otra parte, en una de las paredes había un hueco, que era una falsa chimenea, o especie de hogar, que había sido enjabegado como el resto del sótano. Supuse que me sería fácil quitar los ladrillos de este sitio, introducir el cuerpo y colocarlos de nuevo de manera que ningún ojo humano pudiera sospechar lo que allí se ocultaba. No salió fallido mi cálculo. Con ayuda de una palanqueta, quité con bastante facilidad los ladrillos, y habiendo colocado cuidadosamente el cuerpo contra el muro interior, lo sostuve en esta posición hasta que hube reconstituido, sin gran trabajo toda la obra de fábrica. Habiendo adquirido cal y arena con todas las precauciones imaginables, preparé un revoque que no se diferenciaba del antiguo y cubrí con él escrupulosamente el nuevo tabique. El muro no presentaba la más ligera señal de renovación.
Hice desaparecer los escombros con el más prolijo esmero y expurgué el suelo, por decirlo así. Miré triunfalmente en torno mío, y me dije: «Aquí, a lo menos, mi trabajo no ha sido perdido».
Lo primero que acudió a mi pensamiento fue buscar al gato, causa de tan gran desgracia, pues, al fin, había resuelto darle muerte. De haberle encontrado en aquel momento, su destino estaba decidido; pero, alarmado el sagaz animal por la violencia de mi reciente acción, no osaba presentarse ante mí en mi actual estado de ánimo.
Sería tarea imposible describir o imaginar la profunda, la feliz sensación de consuelo que la ausencia del detestable animal produjo en mi corazón. No apareció en toda la noche, y por primera vez desde su entrada en mi casa, logré dormir con un sueño profundo y sosegado: sí, dormí, como un patriarca, no obstante tener el peso del crimen sobre el alma.
Transcurrieron el segundo y el tercer día, sin que volviera mi verdugo. De nuevo respiré como hombre libre. El monstruo en su terror, había abandonado para siempre aquellos lugares. Me parecía que no lo volvería a ver. Mi dicha era inmensa. El remordimiento de mi tenebrosa acción no me inquietaba mucho. Instruyose una especie de sumaria que fue sobreseída al instante. La indagación practicada no dio el menor resultado. Habían pasado cuatro días después del asesinato, cuando una porción de agentes de policía se presentaron inopinadamente en casa, y se procedió de nuevo a una prolija investigación. Como tenía plena confianza en la impermeabilidad del escondrijo, no experimenté zozobra. Los funcionarios me obligaron a acompañarlos en el registro, que fue minucioso en extremo. Por último, y por tercera o cuarta vez, descendieron al sótano. Mi corazón latía regularmente, como el de un hombre que confía en su inocencia. Recorrí de uno a otro extremo el sótano, crucé mis brazos sobre mi pecho y me paseé afectando tranquilidad de un lado para otro.
La justicia estaba plenamente satisfecha, y se preparaba a marchar. Era tanta la alegría de mi corazón, que no podía contenerla. Me abrasaba el deseo de decir algo, aunque no fuese más que una palabra en señal de triunfo, y hacer indubitable la convicción acerca de mi inocencia.
-Señores -dije, al fin, cuando la gente subía la escalera-, estoy satisfecho de haber desvanecido vuestras sospechas. Deseo a todos buena salud y un poco más de cortesía. Y de paso caballeros, vean aquí una casa singularmente bien construida (en mi ardiente deseo de decir alguna cosa, apenas sabía lo que hablaba). Yo puedo asegurar que ésta es una casa admirablemente hecha. Esos muros... ¿Van ustedes a marcharse, señores? Estas paredes están fabricadas sólidamente.
Y entonces, con una audacia frenética, golpeé fuertemente con el bastón que tenía en la mano precisamente sobre la pared de tabique detrás del cual estaba el cadáver de la esposa de mi corazón.
¡Ah! que al menos Dios me proteja y me libre de las garras del demonio. No se había extinguido aún el eco de mis golpes, cuando una voz surgió del fondo de la tumba: un quejido primero, débil y entrecortado como el sollozo de un niño, y que aumentó después de intensidad hasta convertirse en un grito prolongado, sonoro y continuo, anormal y antihumano, un aullido, un alarido a la vez de espanto y de triunfo, como solamente puede salir del infierno, como horrible armonía que brotase a la vez de las gargantas de los condenados en sus torturas y de los demonios regocijándose en sus padecimientos.
Relatar mi estupor sería Insensato. Sentí agotarse mis fuerzas, y caí tambaleándome contra la pared opuesta. Durante un instante, los agentes, que estaban ya en la escalera, quedaron paralizados por el terror. Un momento después, una docena de brazos vigorosos caían demoledores sobre el muro, que vino a tierra en seguida.

El corazon delator
¡Cierto! Soy nervioso, terriblemente nervioso. Siempre lo he sido y lo soy, pero, ¿podría decirse que estoy loco? La enfermedad había agudizado mis sentidos, no los había embotado ni destruido. Sobre todo, tenía el sentido del oído agudo. Oía todo sobre el cielo y la tierra. Oía muchas cosas del infierno. ¿Cómo voy a estar loco, entonces? Escuchen y observen con cuánta tranquilidad, con cuánta cordura puedo contarles toda la historia.
Me resulta imposible decir cómo surgió en mi cabeza esa idea por primera vez; pero, una vez concebida, me persiguió día y noche. No perseguía ningún fin. No estaba colérico. Yo quería mucho al viejo. Nunca me había hecho nada malo. Nunca me había insultado. No deseaba su dinero. Creo que fue su ojo. ¡Sí, eso fue! Tenía un ojo semejante al de un buitre. Era un ojo de un color azul pálido, con una fina película delante. Cada vez que posaba ese ojo en mí, se me enfriaba la sangre; y así, muy gradualmente, me fui decidiendo a quitarle la vida al viejo y librarme así aquel ojo para siempre.
Pues bien, así fue. Ustedes creerán que estoy loco. Pero los locos no saben nada. En cambio yo... deberían haberme visto. Deberían haber visto con qué sabiduría procedí, con qué cuidado, con qué previsión, con qué disimulo me puse a trabajar. Nunca había sido tan amable con el viejo como la semana antes de matarlo. Pero eso sí: cada noche, cerca de medianoche, yo hacía girar el picaporte de su puerta y la abría, con mucho cuidado. Y después, cuando la había abierto lo suficiente como para pasar mi cabeza, levantaba una linterna cerrada, completamente cerrada, de modo que no se viera ninguna luz, y tras ella pasaba la cabeza. ¡Cómo se habrían reído ustedes si hubieran visto con qué astucia pasaba la cabeza! La movía muy despacio, muy lentamente, para no molestar el sueño del viejo. Me llevaba una hora meter toda la cabeza por esa abertura, hasta verlo durmiendo en su cama. ¡Ja! ¿Podría un loco actuar con tanta prudencia? Y luego, cuando mi cabeza estaba bien dentro de la habitación, abría la linterna con cautela, con mucho cuidado (porque las bisagras hacían ruido), hasta que un solo rayo de luz cayera sobre el ojo de buitre. Hice todo esto durante siete largas noches, cada noche cerca de las doce, pero siempre encontraba el ojo cerrado y era imposible hacer el trabajo, ya que no era el viejo quien me irritaba, sino su ojo. Y cada mañana, cuando amanecía, iba sin miedo a su habitación y le hablaba resueltamente, llamándole por su nombre con voz cordial y preguntándole cómo había pasado la noche. Por tanto verá usted que tendría que haber sido un viejo muy astuto para sospechar que cada noche, justamente a las doce, iba yo a mirarlo mientras dormía.
La octava noche, fui más cuidadoso aún cuando abrí la puerta. El minutero de un reloj se mueve más rápido de lo que se movía mi mano. Nunca antes había sentido el alcance de mi fuerza, de mi sagacidad. Casi no podía contener mi impresión de triunfo, al pensar que estaba abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis secretas acciones e ideas. Me reí entre dientes ante esa idea. Y tal vez me oyó porque se movió en la cama, de repente, como sobresaltado. Pensará ustedes que retrocedí, pero no. Su habitación estaba tan negra como la pez, ya que él cerraba las persianas por miedo a los ladrones; entonces, sabía que no me vería abrir la puerta y seguí empujando suavemente, suavemente.
Ya había introducido la cabeza y estaba para abrir la linterna, cuando mi pulgar resbaló con el cierre metálico y el viejo se incorporó en la cama, gritando:
-¿Quién anda ahí?
Me quedé quieto y no dije nada. Durante una hora entera, no moví ni un sólo músculo y mientras tanto no oí que volviera a acostarse en la cama. Aún estaba sentado, escuchando, como había hecho yo mismo, noche tras noche, escuchando los relojes de la muerte en la pared.
Oí de pronto un leve quejido y supe que era el quejido que nace del terror, no era un quejido de dolor o tristeza. ¡No! Era el sonido ahogado que brota del fondo del alma cuando el espanto la sobrecoge. Yo conocía perfectamente ese sonido. Muchas veces, justo a medianoche, cuando todo el mundo dormía, surgió de mi pecho, ahondando con su temible eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Sabía lo que el viejo sentía y sentí lástima por él, aunque me reía en el fondo de mi corazón. Sabía que él había estado despierto desde el primer débil sonido, cuando se había vuelto en la cama. Sus miedos habían crecido desde entonces. Había estado intentando imaginar que aquel ruido era inofensivo, pero no podía. Se había estado diciendo a sí mismo: "No es más que el viento en la chimenea, no es más que un ratón que camina sobre el suelo", o "No es más que un grillo que cantó una sola vez". Sí, había tratado de convencerse con estas suposiciones, pero era en vano. Todo en vano, ya que la muerte, se había deslizado furtiva y envolvía a su víctima. Y era la fúnebre influencia de aquella imperceptible sombra la que le llevaba a sentir, aunque no la veía ni oía, a sentir la presencia de mi cabeza dentro de la habitación.
Cuando hube esperado mucho tiempo, muy pacientemente, sin oír que se acostara, decidí abrir un poco, muy poco, una ranura en la linterna. Entonces la abrí -no sabe usted con qué suavidad- hasta que, por fin, un solo rayo, como el hilo de una telaraña, brotó de la ranura y cayó de lleno sobre el ojo del buitre.
Estaba abierto, abierto del todo y me enfurecí mientras lo miraba, lo veía con total claridad, de un azul apagado, con aquella terrible película que me helaba el alma. Pero no podía ver nada de la cara o del cuerpo del viejo, ya que había dirigido el rayo, como por instinto, exactamente al punto maldito.
¿No les he dicho ya que lo que ustedes creen locura es solo mayor agudeza de los sentidos? Luego llegó a mis oídos un suave, apagado y rápido sonido como el que hace un reloj cuando está envuelto en algodón. Aquel sonido también me era familiar. Era el latido del corazón del viejo. Aumentó mi furia, como el redoblar de un tambor estimula al soldado en batalla.
Sin embargo, incluso en ese momento me contuve y seguí callado. Apenas respiraba. Mantuve la linterna inmóvil. Intenté mantener con toda firmeza la luz sobre el ojo. Mientras tanto, el infernal latido del corazón iba en aumento. Crecía cada vez más rápido y más fuerte a cada instante. El terror del viejo debía de ser espantoso. Era cada vez más fuerte, más fuerte... ¿Me entiende? Le he dicho que soy nervioso y así es. Pues bien, en la hora muerta de la noche, entre el atroz silencio de la antigua casa, un ruido tan extraño me llenaba de un terror incontrolable. Sin embargo, por unos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el latido era cada vez más fuerte, más fuerte. Creí que aquel corazón iba a explotar. Y se apoderó de mí una nueva ansiedad: ¡Los vecinos podrían escuchar el latido del corazón! ¡Al viejo le había llegado la hora! Con un fuerte grito, abrí la linterna y me precipité en la habitación. El viejo clamó una vez, sólo una vez. En un momento, lo tiré al suelo y arrojé la pesada cama sobre él. Después sonreí alegremente al ver que el hecho estaba consumado. Pero, durante muchos minutos, el corazón siguió latiendo con un sonido ahogado. Sin embargo, no me preocupaba, porque el latido no podría oírse a través de la pared. Finalmente, cesó. El viejo estaba muerto. Quité la cama y examiné el cuerpo. Sí, estaba duro, duro como una piedra. Pasé mi mano sobre el corazón y allí la dejé durante unos minutos. No había pulsaciones. Estaba muerto. Su ojo ya no volvería a molestarme.
Si aún me creen ustedes loco, no pensarán lo mismo cuando describa las sabias precauciones que tomé para esconder el cadáver. La noche avanzaba y trabajé con rapidez, pero en silencio. En primer lugar descuarticé el cadáver. Le corté la cabeza, los brazos y las piernas. Después levanté tres planchas del suelo de la habitación y deposité los restos en el hueco. Luego coloqué las tablas con tanta inteligencia y astucia que ningún ojo humano, ni siquiera el del viejo, podría haber detectado nada extraño. No había nada que limpiar; no había manchas de ningún tipo, ni siquiera de sangre. Había sido demasiado precavido para eso. Todo estaba recogido. ¡Ja, ja!
  Cuando terminé estas tareas, eran las cuatro... pero seguía oscuro como medianoche. Al sonar la campanada de la hora, golpearon la puerta de la calle. Bajé a abrir muy tranquilo, ya que no había anda que temer. Entraron tres hombres que se presentaron, muy cordialmente, como oficiales de la policía. Un vecino había oído un grito durante la noche, por lo cual había sospechas de algún altercado. Se había hecho una denuncia en la policía, y los oficiales habían sido enviados a registrar el lugar. Sonreí, ya que no había nada que temer. Di la bienvenida a los caballeros. Dije que el alarido había sido producido por mí durante una pesadilla. Dije que el viejo estaba fuera, en el campo. Llevé a los visitantes por toda la casa. Les dije que registraran, a que registraran bien. Por fin los llevé a su habitación, les enseñé sus caudales, seguros e intactos. En el entusiasmo de mis confidencias, llevé sillas al cuarto y les dije que descansaran allí mientras yo, con la salvaje audacia que me daba mi triunfo perfecto, colocaba mi silla sobre el mismo lugar donde reposaba el cadáver de mi víctima.
Los oficiales se mostraron satisfechos. Mi forma de proceder los había convencido. Yo me sentía especialmente cómodo. Se sentaron y hablaron de cosas comunes mientras yo les contestaba muy animado. Pero, de repente, empecé a sentir que me ponía pálido y deseé que se fueran. Me dolía la cabeza y me pareció oír un sonido; pero ellos se quedaron sentados y siguieron conversando. El ruido se hizo más claro, cada vez más claro. Hablé más como para olvidarme de esa sensación; pero cada vez se hacía más claro... hasta que por fin me di cuenta de que el ruido no estaba dentro de mis oídos.
Sin duda, debí de ponerme muy pálido, pero hablé con más fluidez y en voz más alta. Sin embargo, el ruido aumentaba. ¿Qué hacer? Era un sonido bajo, sordo, rápido... como el sonido de un reloj de pulsera envuelto en algodón. Yo trataba de recobrar el aliento... pero los oficiales no oían nada. Hablé más rápido, con vehemencia, pero el ruido seguía aumentando. Me puse de pie y empecé a discutir sobre cosas insignificantes en voz muy alta y con violentas gesticulaciones; pero el sonido crecía continuamente. ¿Por qué no se iban? Caminé de un lado a otro con pasos fuertes, como furioso por las observaciones de aquellos hombres; pero el sonido seguía creciendo. ¡Oh, Dios! ¿Qué podía hacer yo? Lancé espumarajos de rabia... maldije... juré. Balanceando la silla sobre la cual me había sentado, raspé con ella las tablas del suelo, pero el ruido aumentaba cada vez más. Crecía y crecía y era cada vez más fuerte. Y sin embargo los hombres seguían conversando tranquilamente y sonreían. ¿Era posible que no oyeran? ¡Dios Todopoderoso! ¡No, no! ¡Claro que oían! ¡Y que sospechaban! ¡Sabían! ¡Y se estaban burlando de mi horror! Así lo pensé entonces y así lo pienso ahora. Pero cualquier cosa era preferible a esta agonía. Cualquier cosa era más soportable que este espanto. ¡Ya no aguantaba más sus hipócritas sonrisas! Sentía que debía gritar o morir. Y entonces, otra vez, escuchen... ¡más fuerte..., mas fuerte..., más fuerte!
-¡No finjan más, malvados! -grité- . ¡Confieso que lo maté! ¡Levanten esas tablas!... ¡Aquí..., aquí! ¡Donde está latiendo su horrible corazón!
El cadáver, ya bastante descompuesto y cubierto de sangre cuajada, apareció rígido ante la vista de los espectadores. Encima de su cabeza, con las rojas fauces dilatadas y el ojo único despidiendo fuego, estaba subida la abominable bestia, cuya malicia me había inducido al asesinato, y cuya voz acusadora me había entregado al verdugo...
Al tiempo mismo de esconder a mi desgraciada víctima, había emparedado al monstruo.

Edgar Allan Poe

jueves, 16 de septiembre de 2010

Cuentos





La mujer que llegaba a las seis 



La puerta oscilante se abrió. A esa hora no había nadie en el restaurante de José.

Acababan de dar las seis y el hombre sabia que sólo a las seis y media empezarían a llegar los parroquianos habituales. Tan conservadora y regular era su clientela, que no había acabado el reloj de dar la sexta campanada cuando una mujer entró, como todos los días a esa hora, y se sentó sin decir nada en la alta silla giratoria. Traía un cigarrillo sin encender, apretado entre los labios. Hola reina dijo José cuando la vio sentarse. Luego caminó hacia el otro extremo del mostrador, limpiando con un trapo seco la superficie vidriada. Siempre que entraba alguien al restaurante José hacia lo mismo. Hasta con la mujer con quien había llegado a adquirir un grado de casi intimidad, el gordo y rubicundo mesonero representaba su diaria comedia de hombre diligente. Habló desde el otro extremo del mostrador. ¿Qué quieres hoy?-dijo. Primero que todo quiero enseñarte a ser caballero dijo la mujer. Estaba sentada al final de la hilera de sillas giratorias, de codos en el mostrador, con el cigarrillo apagado en los labios. Cuando habló apretó la boca para que José advirtiera el cigarrillo sin encender. --No me había dado cuenta--dijo José.

Todavía no te has dado cuenta de nada--dijo la mujer. El hombre dejó el trapo en el mostrador, caminó hacia los armarios oscuros y olorosos a alquitrán y a madera polvorienta, y regresó luego con las cerillas. La mujer se inclinó para alcanzar la lumbre que ardía entre las manos rústicas y velludas del hombre. José vio el abundante cabello de la mujer, empavonado de vaselina gruesa y barata. Vio su hombro descubierto, por encima del corpiño floreado. Vio el nacimiento del seno crepuscular, cuando la mujer levantó la cabeza, ya con la brasa en los labios.

Estás hermosa hoy, reina dijo José. Déjate de tonterías dijo la mujer. No creas que eso me va a servir para pagarte. No quise decir eso, reina--dijo José. Apuesto a que hoy te hizo daño el almuerzo. La mujer tragó la primera bocanada de humo denso, se cruzó de brazos, todavía con los codos apoyados en el mostrador, y se quedó mirando hacia la calle, a través del amplio cristal del restaurante. Tenía una expresión melancólica. De una melancolía hastiada y vulgar.

Te voy a preparar un buen bistec dijo José. Todavía no tengo plata dijo la mujer.

Hace tres mesas que no tienes plata y siempre te preparo algo bueno dijo José.

Hoy es distinto dijo la mujer, sobriamente, todavía mirando hacia la calle.

Todos los días son iguales dijo José. Todos los días el reloj marca las seis, entonces entras y dices que tienes un hambre de perro y entonces yo te preparo algo bueno. La única diferencia es ésa que hoy no dices que tienes un hambre de perro, sino que el día es distinto.

Y es verdad dijo la mujer. Se volvió a mirar al hombre que estaba del otro lado del mostrador, registrando la nevera. Estuvo contemplándolo durante dos, tres, segundos.

Luego miró el reloj, arriba del armario. Eran las seis y tres minutos. «Es verdad, José, hoy es distinto», dijo. Expulsó el humo y siguió hablando con palabras cortas, apasionadas: “Hoy no vine a las seis, por eso es distinto, José”.

El hombre miró el reloj. Me corto el brazo si ese reloj se atrasa un minuto dijo. No es eso, José. Es que hoy no vine a las seis dijo la mujer. Vine un cuarto para las seis. Acaban de dar las seis, reina dijo José. Cuando tú entraste acababan de darlas.

Tengo un cuarto de hora de estar aquí dijo la mujer. José se dirigió hacia donde ella estaba.

Acercó a la mujer su enorme cara congestionada, mientras tiraba con el índice de uno de sus párpados.

Sóplame aquí dijo. La mujer echó la cabeza hacia atrás. Estaba seria, fastidiosa, blanda; embellecida por una nube de tristeza y cansancio. Déjate de tonterías, José. Tú sabes que hace más de seis meses que no bebo. Eso se lo vas a decir a otro dijo. A mí no. Te apuesto a que por lo menos se han tomado un litro entre dos.

Me tomé dos tragos con un amigo dijo la mujer. Ah; entonces ahora me explico dijo José.

Nada tienes que explicarte dijo la mujer. Tengo un cuarto de hora de estar aquí.

El hombre se encogió de hombros. Bueno, si así lo quieres, tienes un cuarto de hora de estar aquí. Después de todo a nadie le importa nada diez minutos más o diez minutos menos.

Sí importan, José dijo la mujer. Y estiró los brazos por encima del mostrador, sobre la superficie vidriada, con un aire de negligente abandono. Dijo: “Y no es que yo lo quiera, es que hace un cuarto de hora que estoy aquí”. Volvió a mirar el reloj y rectificó: Qué digo; ya tengo veinte minutos.

Está bien, reina dijo el hombre. Un día entero con su noche te regalaría yo para verte contenta. Durante todo este tiempo José había estado moviéndose detrás del mostrador, removiendo objetos, quitando una cosa de un lugar para ponerla en otro. Estaba en su papel.

Quiero verte contenta repitió. Se detuvo bruscamente, volviéndose hacia donde estaba la mujer.

¿Tú sabes que te quiero mucho?-dijo. La mujer lo miró con frialdad.

¿Siii...? ¡Qué descubrimiento, José! ¿Crees que me quedaría contigo por un millón de pesos?

No he querido decir eso, reina dijo José. Vuelvo a apostar a que te hizo daño el almuerzo.

No te lo digo por eso dijo la mujer. Y su voz se volvió menos indolente. Es que ninguna mujer soportaría una carga como la tuya ni por un millón de pesos.

José se ruborizó. Le dio la espalda a la mujer y se puso a sacudir el polvo en las botellas del armario. Habló sin volver la cara. Estás insoportable hoy, reina. Creo que lo mejor es que te comas el bistec y te vayas a acostar.

No tengo hambre dijo la mujer. Se quedó mirando otra vez la calle, viendo los transeúntes turbios de la ciudad atardecida. Durante un instante hubo un silencio turbio en el restaurante. Una quietud interrumpida apenas por el trasteo de José en el armario. De pronto la mujer dejó de mirar hacia la calle y habló con la voz apagada, tierna, diferente.

¿Es verdad que me quieres, Pepillo?. Es verdad dijo José, en seco sin mirarla.

¿A pesar de lo que te dije?--dijo la mujer.

¿Qué me dijiste? dijo José, todavía sin inflexiones en la voz, todavía sin mirarla. Lo del millón de pesos dijo la mujer. Ya lo había olvidado dijo José.

Entonces, ¿me quieres? dijo la mujer. Sí dijo José. Hubo una pausa. José siguió moviéndose con la cara revuelta hacia los armarios, todavía sin mirar a la mujer. Ella expulsó una nueva bocanada de humo, apoyó el busto contra el mostrador y luego, con cautela y picardía, mordiéndose la lengua antes de decirlo, como si hablara en puntillas: ¿Aunque no me acueste contigo? dijo.

Y sólo entonces José volvió a mirarla: Te quiero tanto que no me acostaría contigo dijo.

Luego caminó hacia donde ella estaba. Se quedó mirándola de frente, los poderosos brazos apoyados en el mostrador, delante de ella, mirándola a los ojos.

Dijo: Te quiero tanto que todas las tardes mataría al hombre que se va contigo. En el primer instante la mujer pareció perpleja. Después miró al hombre con atención, con una ondulante expresión de compasión y burla. Después guardó un breve silencio, desconcertada. Y después rió, estrepitosamente.

Estás celoso, José. ¡Qué rico, estás celoso! José volvió a sonrojarse con una timidez franca, casi desvergonzada, como le habría ocurrido a un niño a quien le hubieran revelado de golpe todos los secretos.

Dijo: Esta tarde no entiendes nada, reina. Y se limpió el sudor con el trapo. Dijo: La mala vida te está embruteciendo. Pero ahora la mujer había cambiado de expresión. “Entonces no, dijo. Y volvió a mirarlo a los ojos, con un extraño esplendor en la mirada, a un tiempo acongojada y desafiante.

Entonces, no estás celoso. En cierto modo, sí dijo José. Pero no es como tú dices. Se aflojó el cuello y siguió limpiándose, secándose la garganta con el trapo.

¿Entonces?--dijo la mujer. Lo que pasa es que te quiero tanto que no me gusta que hagas eso dijo José.

¿Qué? dijo la mujer. Eso de irte con un hombre distinto todos los días dijo José. ¿Es verdad que lo matarías para que no se fuera conmigo? dijo la mujer.

Para que no se fuera, no dijo José. Lo mataría porque se fuera contigo.

Es lo mismo dijo la mujer. La conversación había llegado a densidad excitante. La mujer hablaba en voz baja, suave, fascinada. Tenía la cara casi al rostro saludable y pacífico del hombre, que permanecía inmóvil, como hechizado por el vapor de las palabras.

Todo eso es verdad dijo José. Entonces dijo la mujer, y extendió la mano para acariciar el áspero brazo del hombre. Con la otra mano arrojó la colilla. Entonces, ¿tú eres capaz de matar a un hombre? Por lo que te dije, sí dijo José. Y su voz tomó una acentuación casi dramática.

La mujer se echó a reír convulsivamente, con una abierta intención de burla.

¡Qué horror!, José. ¡Qué horror! dijo, todavía riendo. José matando a un hombre. ¡Quién hubiera dicho que detrás del señor gordo y santurrón, que nunca me cobra, que todos los días me prepara un bistec y que se distrae hablando conmigo hasta cuando encuentro un hombre, hay un asesino! ¡Qué horror, José! ¡Me das miedo!

José estaba confundido. Tal vez sintió un poco de indignación. Tal vez, cuando la mujer se echó a reír, se sintió defraudado.

Estás borracha, tonta dijo. Vete a dormir. Ni siquiera tendrás ganas de comer nada. Pero la mujer, ahora había dejado de reír y estaba otra vez seria, pensativa, apoyada en el mostrador. Vio alejarse al hombre. Lo vio abrir la nevera y cerrarla otra vez, sin extraer nada de ella. Lo vio moverse después hacia el extremo opuesto del mostrador. Lo vio frotar el vidrio reluciente, como al principio. Entonces la mujer habló de nuevo, con el tono enternecedor y suave de cuando dijo: ¿Es verdad que me quieres, Pepillo? José dijo. El hombre no la miró.

¡José! Vete a dormir dijo José. Y métete un baño antes de acostarte para que se te serene la borrachera.

En serio, José dijo la mujer. No estoy borracha. Entonces te has vuelto bruta dijo José.

Ven acá, tengo que hablar contigo dijo la mujer.

El hombre se acercó tambaleando entre la complacencia y la desconfianza.

¡Acércate! El hombre volvió a pararse frente a la mujer. Ella se inclinó hacia adelante, lo asió fuertemente por el cabello, pero con un gesto de evidente ternura.

Repíteme lo que me dijiste al principio dijo. ¿Qué? dijo José. Trataba de mirarla con la cabeza agachada asido por el cabello. Que matarías a un hombre que se acostara conmigo dijo la mujer.

Mataría a un hombre que se hubiera acostado contigo, reina. Es verdad dijo José.

La mujer lo soltó. ¿Entonces me defenderías si yo lo matara? dijo, afirmativamente, empujando con un movimiento de brutal coquetería la enorme cabeza de cerdo de José. El hombre no respondió nada; sonrió. Contéstame, José dijo la mujer. ¿Me defenderías si yo lo matara?

Eso depende dijo José. Tú sabes que eso no es tan fácil como decirlo. A nadie le cree más la policía que a ti dijo la mujer.

José sonrió, digno, satisfecho. La mujer se inclinó de nuevo hacia él, por encima del mostrador. Es verdad, José. Me atrevería a apostar que nunca has dicho una mentira dijo.

No se saca nada con eso dijo José. Por lo mismo dijo la mujer. La policía lo sabe y te cree cualquier cosa sin preguntártelo dos veces. José se puso a dar golpecitos en el mostrador, frente a ella, sin saber qué decir. La mujer miró nuevamente hacia la calle. Miró luego el reloj y modificó el tono de su voz, como si tuviera interés en concluir el diálogo antes de que llegaran los primeros parroquianos.

¿Por mí dirías una mentira, José? dijo. En serio. Y entonces José se volvió a mirarla, bruscamente, a fondo, como si una idea tremenda se le hubiera agolpado dentro de la cabeza. Una idea que entró por un oído, giró por un momento, vaga, confusa, y salió luego por el otro, dejando apenas un cálido vestigio de pavor.

¿En qué lío te has metido, reina? dijo José. Se inclinó hacia adelante, los brazos otra vez cruzados sobre el mostrador. La mujer sintió el vaho fuerte y un poco amoniacal de su respiración, que se hacía difícil por la presión que ejercía el mostrador contra el estómago del hombre.

Esto sí es en serio, reina. ¿En qué lío te has metido? dijo. La mujer hizo girar la cabeza hacia el otro lado. En nada dijo. Sólo estaba hablando por entretenerme.

Luego volvió a mirarlo.

¿Sabes que quizás no tengas que matar a nadie?. Nunca he pensado matar a nadie dijo José desconcertado. No, hombre dijo la mujer. Digo que a nadie que se acueste conmigo.

¡Ah! dijo José. Ahora sí que estás hablando claro. Siempre he creído que no tienes necesidad de andar en esa vida. Te apuesto a que si te dejas de eso te doy el bistec más grande todos los días, sin cobrarte nada.

Gracias, José dijo la mujer. Pero no es por eso. Es que ya no podré acostarme con nadie.

Ya vuelves a enredar las cosas--dijo José. Empezaba a parecer impaciente.

No enredo nada--dijo la mujer. Se estiró en el asiento y José vio sus senos aplanados y tristes debajo del corpiño. Mañana me voy y te prometo que no volveré a molestarte nunca.

Te prometo que no volveré a acostarme con nadie.

¿Y de dónde te salió esa fiebre? dijo José. Lo resolví hace un rato dijo la mujer. Sólo hace un momento me di cuenta de que eso es una porquería. José agarró otra vez el trapo y se puso a frotar el vidrio, cerca de ella. Habló sin mirarla. Dijo: Claro que como tú lo haces es una porquería. Hace tiempo que debiste darte cuenta.

Hace tiempo me estaba dando cuenta dijo la mujer. Pero sólo hace un rato acabé de convencerme. Les tengo asco a los hombres. José sonrió. Levantó la cabeza para mirar, todavía sonriendo, pero la vio concentrada, perpleja, hablando, y con los hombros levantados; balanceándose en la silla giratoria, con una expresión taciturna, el rostro dorado por una prematura harina otoñal.

¿No te parece que deben dejar tranquila a una mujer que mate a un hombre porque después de haber estado con él siente asco de ése y de todos los que han estado con ella?

No hay para qué ir tan lejos dijo José, conmovido, con un hilo de lástima en la voz. ¿Y si la mujer le dice al hombre que le tiene asco cuando lo ve vistiéndose, por qué se acuerda que ha estado revolcándose con él toda la tarde y siente que ni el jabón ni el estropajo podrán quitarle su olor?

Eso pasa, reina dijo José, ahora un poco indiferente, frotando el mostrador. No hay necesidad de matarlo. Simplemente dejarlo que se vaya. Pero la mujer seguía hablando y su voz era una corriente uniforme, suelta, apasionada.

¿Y si cuando la mujer le dice que le tiene asco, el hombre deja de vestirse y corre otra vez para donde ella, a besarla otra vez, a...? Eso no lo hace ningún hombre decente dijo José.

¿Pero, y si lo hace? dijo la mujer, con exasperante ansiedad. ¿ Si el hombre no es decente y lo hace y entonces la mujer siente que le tiene tanto asco que se puede morir, y sabe que la única manera de acabar con toda eso es dándole una cuchillada por debajo?

Esto es una barbaridad dijo José. Por fortuna no hay hombre que haga lo que tú dices.

Bueno dijo la mujer, ahora completamente exasperada. ¿Y si lo hace? Suponte que lo hace.

De todos modos no es para tanto--dijo José. Seguía limpiando el mostrador, sin cambiar de lugar, ahora menos atento a la conversación.

La mujer golpeó el vidrio con los nudillos. Se volvió afirmativa, enfática. Eres un salvaje, José dijo. No entiendes nada. Lo agarró con fuerza por la manga. Anda, di que sí debía matarlo la mujer. Está bien dijo José, con un sesgo conciliatorio. Todo será como tú dices.

¿Eso no es defensa propia? dijo la mujer, sacudiéndole por la manga. José le echó entonces una mirada tibia y complaciente. “Casi, casi”, dijo. Y le guiñó un ojo, en un gesto que era al mismo tiempo una comprensión cordial y un pavoroso compromiso de complicidad. Pero la mujer siguió seria; lo soltó.

¿Echarías una mentira para defender a una mujer que haga eso? dijo.

Depende dijo José. ¿Depende de qué? dijo la mujer. Depende de la mujer dijo José.

Suponte que es una mujer que quieres mucho dijo la mujer. No para estar con ella, ¿sabes?, sino como tú dices que la quieres mucho. Bueno, como tú quieras, reina dijo José, laxo, fastidiado.

Otra vez se alejó. Había mirado el reloj. Había visto que iban a ser las seis y media. Había pensado que dentro de unos minutos el restaurante empezaría a llenarse de gente y tal vez por eso se puso a frotar el vidrio con mayor fuerza, mirando hacia la calle a través del cristal de la ventana. La mujer permanecía en la silla, silenciosa, concentrada, mirando con un aire de declinante tristeza los movimientos del hombre. Viéndolo, como podría ver un hombre una lámpara que ha empezado a apagarse. De pronto, sin reaccionar, habló de nuevo, con la voz untuosa de mansedumbre.

¡José! El hombre la miró con una ternura densa y triste, como un buey maternal. No la miró para escucharla, apenas para verla, para saber que estaba ahí, esperando una mirada que no tenía por qué ser de protección o de solidaridad. Apenas una mirada de juguete. Te dije que mañana me voy y no me has dicho nada dijo la mujer.

Si dijo José. Lo que no me has dicho es para donde. Por ahí dijo la mujer. Para donde no haya hombres que quieran acostarse con una. José volvió a sonreír.

¿En serio te vas? preguntó, como dándose cuenta de la vida, modificando repentinamente la expresión del rostro. Eso depende de ti dijo la mujer. Si sabes decir a qué hora vine, mañana me iré y nunca más me pondré en estas cosas. ¿Te gusta eso? José hizo un gesto afirmativo con la cabeza, sonriente y concreto. La mujer se inclinó hacia donde él estaba.

Si algún día vuelvo por aquí, me pondré celosa cuando encuentre otra mujer hablando contigo, a esta hora y en esa misma silla. Si vuelves por aquí debes traerme algo dijo José.

Te prometo buscar por todas partes el osito de cuerda, para traértelo dijo la mujer.

José sonrió y pasó el trapo por el aire que se interponía entre él y la mujer, como si estuviera limpiando un cristal invisible. La mujer también sonrió, ahora con un gesto de cordialidad y coquetería. Luego el hombre se alejó, frotando el vidrio hacia el otro extremo del mostrador.

¿Qué? dijo José, sin mirarla. ¿Verdad que a cualquiera que te pregunta a qué hora vine le dirás que a un cuarto para las seis? dijo la mujer. ¿Para qué? dijo José, todavía sin mirarla y ahora como si apenas la hubiera oído.

Eso no importa dijo la mujer. La cosa es que lo hagas. José vio entonces al primer parroquiano que penetró por la puerta oscilante y caminó hasta una mesa del rincón. Miró el reloj. Eran las seis y media en punta.

Está bien, reina dijo distraídamente. Como tú quieras. Siempre hago las cosas como tú quieras.

Bueno dijo la mujer. Entonces, prepárame el bistec. El hombre se dirigió a la nevera, sacó un plato con carne y lo dejó en la mesa. Luego encendió la estufa.

Te voy a preparar un buen bistec de despedida, reina dijo. Gracias, Pepillo dijo la mujer.

Se quedó pensativa como si de repente se hubiera sumergido en un submundo extraño, poblado de formas turbias, desconocidas. No se oyó, del otro lado del mostrador, el ruido que hizo la carne fresca al caer en la manteca hirviente. No oyó, después, la crepitación seca y burbujeante cuando José dio vuelta al lomillo en el caldero y el olor suculento de la carne sazonada fue saturando, a espacios medidos, el aire del restaurante. Se quedó así, concentrada, reconcentrada hasta cuando volvió a levantar la cabeza, pestañeando, como si regresara de una muerte momentánea. Entonces vio al hombre que estaba junto a la estufa, iluminado por el alegre fuego ascendente.

Pepillo. Ah. ¿En qué piensas? dijo la mujer. Estaba pensando si podrás encontrar en alguna parte el osito de cuerda dijo José.

Claro que sí dijo la mujer. Pero lo que quiero que me digas es si me darás toda lo que te pidiera de despedida.

José la miró desde la estufa. ¿Hasta cuándo te lo voy a decir? dijo. ¿Quieres algo más que el mejor bistec? Sí dijo la mujer.¿Qué? dijo José.

Quiero otro cuarto de hora. José echó el cuerpo hacia atrás, para mirar el reloj. Miró luego al parroquiano que seguía silencioso, aguardando en el rincón, y finalmente a la carne, dorada en el caldero. Sólo entonces habló.

En serio que no entiendo, reina dijo. No seas tonto, José dijo la mujer. Acuérdate que estoy aquí desde las cinco y media.
 




Espantos de agosto 




Llegamos a Arezzo un poco antes del medio día, y perdimos más de dos horas buscando el castillo renacentista que el escritor venezolano Miguel Otero Silva había comprado en aquel recodo idílico de la campiña toscana. Era un domingo de principios de agosto, ardiente y bullicioso, y no era fácil encontrar a alguien que supiera algo en las calles abarrotadas de turistas. Al cabo de muchas tentativas inútiles volvimos al automóvil, abandonamos la ciudad por un sendero de cipreses sin indicaciones viales, y una vieja pastora de gansos nos indicó con precisión dónde estaba el castillo. Antes de despedirse nos preguntó si pensábamos dormir allí, y le contestamos, como lo teníamos previsto, que sólo íbamos a almorzar.

– Menos mal – dijo ella – porque en esa casa espantan.

Mi esposa y yo, que no creemos en aparecidos de1 medio día, nos burlamos de su credulidad. Pero nuestros dos hijos, de nueve y siete años, se pusieron dichosos con la idea de conocer un fantasma de cuerpo presente.

Miguel Otero Silva, que además de buen escritor era un anfitrión espléndido y un comedor refinado, nos esperaba con un almuerzo de nunca olvidar. Como se nos había hecho tarde no tuvimos tiempo de conocer el interior del castillo antes de sentarnos a la mesa, pero su aspecto desde fuera no tenía nada de pavoroso, y cualquier inquietud se disipaba con la visión completa de la ciudad desde la terraza florida donde estábamos almorzando. Era difícil creer que en aquella colina de casas encaramadas, donde apenas cabían noventa mil personas, hubieran nacido tantos hombres de genio perdurable. Sin embargo, Miguel Otero Silva nos dijo con su humor caribe que ninguno de tantos era el más insigne de Arezzo.

– El más grande – sentenció – fue Ludovico.

Así, sin apellidos: Ludovico, el gran señor de las artes y de la guerra, que había construido aquel castillo de su desgracia, y de quien Miguel nos habló durante todo el almuerzo. Nos habló de su poder inmenso, de su amor contrariado y de su muerte espantosa. Nos contó cómo fue que en un instante de locura del corazón había apuñalado a su dama en el lecho donde acababan de amarse, y luego azuzó contra sí mismo a sus feroces perros de guerra que lo despedazaron a dentelladas. Nos aseguró, muy en serio, que a partir de la media noche el espectro de Ludovico deambulaba por la casa en tinieblas tratando de conseguir el sosiego en su purgatorio de amor.

El castillo, en realidad, era inmenso y sombrío. Pero a pleno día, con el estómago lleno y el corazón contento, el relato de Miguel no podía parecer sino una broma como tantas otras suyas para entretener a sus invitados. Los ochenta y dos cuartos que recorrimos sin asombro después de la siesta, habían padecido toda clase de mudanzas de sus dueños sucesivos. Miguel había restaurado por completo la planta baja y se había hecho construir un dormitorio moderno con suelos de mármol e instalaciones para sauna y cultura física, y la terraza de flores intensas donde habíamos almorzado. La segunda planta, que había sido la más usada en el curso de los siglos, era una sucesión de cuartos sin ningún carácter, con muebles de diferentes épocas abandonados a su suerte. Pero en la última se conservaba una habitación intacta por donde el tiempo se había olvidado de pasar. Era el dormitorio de Ludovico.

Fue un instante mágico. Allí estaba la cama de cortinas bordadas con hilos de oro, y el sobrecama de prodigios de pasamanería todavía acartonado por la sangre seca de la amante sacrificada. Estaba la chimenea con las cenizas heladas y el último leño convertido en piedra, el armario con sus armas bien cebadas, y el retrato al óleo del caballero pensativo en un marco de oro, pintado por alguno de los maestros florentinos que no tuvieron la fortuna de sobrevivir a su tiempo. Sin embargo, lo que más me impresionó fue el olor de fresas recientes que permanecía estancado sin explicación posible en el ámbito del dormitorio.

Los días del verano son largos y parsimoniosos en la Toscana, y el horizonte se mantiene en su sitio hasta las nueve de la noche. Cuando terminamos de conocer el castillo eran más de las cinco, pero Miguel insistió en llevarnos a ver los frescos de Piero della Francesca en la Iglesia de San Francisco, luego nos tomamos un café bien conversado bajo las pérgolas de la plaza, y cuando regresamos para recoger las maletas encontramos la cena servida. De modo que nos quedamos a cenar.

Mientras lo hacíamos, bajo un cielo malva con una sola estrella, los niños prendieron unas antorchas en la cocina, y se fueron a explorar las tinieblas en los pisos altos. Desde la mesa oíamos sus galopes de caballos cerreros por las escaleras, los lamentos de las puertas, los gritos felices llamando a Ludovico en los cuartos tenebrosos. Fue a ellos a quienes se les ocurrió la mala idea de quedarnos a dormir. Miguel Otero Silva los apoyó encantado, y nosotros no tuvimos el valor civil de decirles que no.

Al contrario de lo que yo temía, dormimos muy bien, mi esposa y yo en un dormitorio de la planta baja y mis hijos en el cuarto contiguo. Ambos habían sido modernizados y no tenían nada de tenebrosos. Mientras trataba de conseguir el sueño conté los doce toques insomnes del reloj de péndulo de la sala, y me acordé de la advertencia pavorosa de la pastora de gansos. Pero estábamos tan cansados que nos dormimos muy pronto, en un sueño denso y continuo, y desperté después de las siete con un sol espléndido entre las enredaderas de la ventana. A mi lado, mi esposa navegaba en el más apacible de los inocentes. Qué tontería – me dije –, que alguien siga creyendo en fantasmas por estos tiempos. Sólo entonces me estremeció el olor de fresas recién cortadas, y vi la chimenea con las cenizas frías y el último en la alcoba de la planta baja donde nos habíamos acostado la noche anterior, sino en el dormitorio de Ludovico, bajo la cornisa y las cortinas polvorientas y las sábanas empapadas de sangre todavía caliente de su cama maldita.  






 



El coronel no tiene quien le escriba 


  
El coronel... volvió a abrirse paso, sin mirar a nadie, aturdido por los aplausos y los gritos, y salió a la calle con el gallo bajo el brazo.

Todo el pueblo -la gente de abajo- salió a verlo pasar seguido por los niños de la escuela.

Un negro gigantesco trepado en una mesa y con una culebra enrollada en el cuello vendía medicinas sin licencia en una esquina de la plaza. De regreso del puerto un grupo numeroso se había detenido a escuchar su pregón. Pero cuando pasó el coronel con el gallo la atención se desplazó hacia él. Nunca había sido tan largo el camino de su casa.

No se arrepintió. Desde hacía mucho tiempo el pueblo yacía en una especie de sopor, estragado por diez años de historia. Esa tarde -otro viernes sin carta- la gente había despertado. El coronel se acordó de otra época. Se vio a sí mismo con su mujer y su hijo asistiendo bajo el paraguas a un espectáculo que no fue interrumpido a pesar de la lluvia. Se acordó de los dirigentes de su partido, escrupulosamente peinados, abanicándose en el patio de su casa al compás de la música. Revivió casi la dolorosa resonancia del bombo en sus intestinos.

Cruzó por la calle paralela al río, y también allí encontró la tumultuosa muchedumbre de los remotos domingos electorales. Observaban el descargue del circo. Desde el interior de una tienda una mujer gritó algo relacionado con el gallo. Él siguió absorto hasta su casa, todavía oyendo voces dispersas, como si lo persiguieran los desperdicios de la ovación de la gallera.

En la puerta se dirigió a los niños.

-Todos para su casa -dijo-. Al que entre lo saco a correazos.

Puso la tranca y se dirigió directamente a la cocina. Su mujer salió asfixiándose del dormitorio.

-Se lo llevaron a la fuerza -gritó-. Les dije que el gallo no saldría de esta casa mientras yo estuviera viva.

El coronel amarró el gallo al soporte de la hornilla. Cambió el agua al tarro, perseguido por la voz frenética de la mujer.

-Dijeron que se lo llevarían por encima de nuestros cadáveres -dijo-. Dijeron que el gallo no era nuestro, sino de todo el pueblo.

Sólo cuando terminó con el gallo el coronel se enfrentó al rostro trastornado de su mujer.

Descubrió sin asombro que no le producía remordimiento ni compasión.

-Hicieron bien -dijo calmadamente. Y luego, registrándose los bolsillos, agregó, con una especie de insondable dulzura-: El gallo no se vende.

Ella lo siguió hasta el dormitorio. Lo sintió completamente humano, pero inasible, como si lo estuviera viendo en la pantalla de un cine. El coronel extrajo del ropero un rollo de billetes, lo juntó al que tenía en los bolsillos, contó el total y lo guardó en el ropero.

-Ahí hay veintinueve pesos para devolvérselos a mi compadre Sabas -dijo-. El resto se le paga cuando venga la pensión.

-Y si no viene... -preguntó la mujer.

-Vendrá.

-Pero si no viene...

-Pues entonces no se le paga.

Encontró los zapatos nuevos debajo de la cama. Volvió al armario por la caja de cartón, limpió la suela con un trapo y metió los zapatos en la caja, como los llevó su esposa el domingo en la noche. Ella no se movió.

-Los zapatos se devuelven -dijo el coronel-. Son trece pesos más para mi compadre.

-No los reciben -dijo ella.

Tienen que recibirlos -replicó el coronel-. Sólo me los he puesto dos veces.

-Los turcos no entienden de esas cosas -dijo la mujer.

-Tienen que entender.

-Y si no entienden...

-Pues entonces que no entiendan.

Se acostaron sin comer. El coronel esperó a que su mujer terminara el rosario para apagar la lámpara. Pero no pudo dormir. Oyó las campanas de la censura cinematográfica, y casi enseguida -tres horas después- el toque de queda. La pedregosa respiración de la mujer se hizo angustiosa con el aire helado de la madrugada. El coronel tenía aún los ojos abiertos cuando ella habló con una voz reposada, conciliatoria.

-Estás despierto.

-Sí.

-Trata de entrar en razón -dijo la mujer-. Habla mañana con mi compadre Sabas.

-No viene hasta el lunes.

-Mejor -dijo la mujer-. Así tendrás tres días para recapacitar.

-No hay nada que recapacitar -dijo el coronel.

El viscoso aire de octubre había sido sustituido por una frescura apacible. El coronel volvió a reconocer a diciembre en el horario de los alcaravanes. Cuando dieron las dos, todavía no había podido dormir. Pero sabía que su mujer también estaba despierta. Trató de cambiar de posición en la hamaca.

-Estás desvelado -dijo la mujer.

-Sí.

Ella pensó un momento.

-No estamos en condiciones de hacer esto -dijo-. Ponte a pensar cuántos son cuatrocientos pesos juntos.

-Ya falta poco para que venga la pensión -dijo el coronel-.

-Estás diciendo lo mismo desde hace quince años.

-Por eso -dijo el coronel-. Ya no puede demorar mucho más.

Ella hizo un silencio. Pero cuando volvió a hablar, al coronel le pareció que el tiempo no había transcurrido.

-Tengo la impresión de que esa plata no llegará nunca -dijo la mujer.

-Llegará.

-Y si no llega...

Él no encontró la voz para responder. Al primer canto del gallo tropezó con la realidad, pero volvió a hundirse en un sueño denso, seguro, sin remordimientos. Cuando despertó, ya el sol estaba alto. Su mujer dormía. El coronel repitió metódicamente, con dos horas de retraso, sus movimientos matinales, y esperó a su esposa para desayunar.

Ella se levantó impenetrable. Se dieron los buenos días y se sentaron a desayunar en silencio. El coronel sorbió una taza de café negro acompañada con un pedazo de queso y un pan de dulce. Pasó toda la mañana en la sastrería. A la una volvió a la casa y encontró a su mujer remendando entre las begonias.

-Es hora del almuerzo -dijo.

-No hay almuerzo -dijo la mujer.

Él se encogió de hombros. Trató de tapar los portillos de la cerca del patio para evitar que los niños entraran a la cocina. Cuando regresó al corredor, la mesa estaba servida.

En el curso del almuerzo el coronel comprendió que su esposa se estaba forzando para no llorar. Esa certidumbre lo alarmó. Conocía el carácter de su mujer, naturalmente duro, y endurecido todavía más por cuarenta años de amargura. La muerte de su hijo no le arrancó una lágrima.

Fijó directamente en sus ojos una mirada de reprobación. Ella se mordió los labios, se secó los párpados con la manga y siguió almorzando.

-Eres un desconsiderado -dijo.

El coronel no habló.

-Eres caprichoso, terco y desconsiderado -repitió ella. Cruzó los cubiertos sobre el plato, pero enseguida rectificó supersticiosamente la posición-. Toda una vida comiendo tierra, para que ahora resulte que merezco menos consideración que un gallo.

-Es distinto -dijo el coronel.

-Es lo mismo -replicó la mujer-. Debías darte cuenta de que me estoy muriendo, que esto que tengo no es una enfermedad, sino una agonía.

El coronel no habló hasta cuando no terminó de almorzar.

-Si el doctor me garantiza que vendiendo el gallo se te quita el asma, lo vendo enseguida -dijo-. Pero si no, no.

Esa tarde llevó el gallo a la gallera. De regreso encontró a su esposa al borde de la crisis. Se paseaba a lo largo del corredor, el cabello suelto a la espalda, los brazos abiertos, buscando el aire por encima del silbido de sus pulmones. Allí estuvo hasta la prima noche. Luego se acostó sin dirigirse a su marido.

Masticó oraciones hasta un poco después del toque de queda. Entonces el coronel se dispuso a apagar la lámpara. Pero ella se opuso.

-No quiero morirme en tinieblas -dijo.

El coronel dejó la lámpara en el suelo. Empezaba a sentirse agotado. Tenía deseos de olvidarse de todo, de dormir de un tirón cuarenta y cuatro días y despertar el veinte de enero a las tres de la tarde, en la gallera y en el momento exacto de soltar el gallo. pero se sabía amenazado por la vigilia de la mujer.

-Es la misma historia de siempre - comenzó ella un momento después-. Nosotros ponemos el hambre para que coman los otros. Es la misma historia desde hace cuarenta años.

El coronel guardó silencio hasta cuando su esposa hizo una pausa para preguntarle si estaba despierto. Él respondió que sí. La mujer continuó en un tono liso, fluyente, implacable.

-Todo el mundo ganará con el gallo, menos nosotros. Somos los únicos que no tenemos ni un centavo para apostar.

-El dueño del gallo tiene derecho a un veinte por ciento.

-También tenías derecho a tu pensión de veterano después de exponer el pellejo en la guerra civil. Ahora todo el mundo tiene su vida asegurada, y tú estás muerto de hambre, completamente solo.

-No estoy solo -dijo el coronel.

Trató de explicar algo, pero lo venció el sueño. Ella siguió hablando sordamente hasta cuando se dio cuenta de que su esposo dormía. Entonces salió del mosquitero y se paseó por la sala en tinieblas. Allí siguió hablando. El coronel la llamó en la madrugada.

Ella apareció en la puerta, espectral, iluminada desde abajo por la lámpara casi extinguida.

La apagó antes de entrar al mosquitero. Pero siguió hablando.

-Vamos a hacer una cosa -la interrumpió el coronel.

-Lo único que se puede hacer es vender el gallo -dijo la mujer.

-También se puede vender el reloj.

-No lo compran.

-Mañana trataré de que Álvaro me dé los cuarenta pesos.

-No te los da.

-Entonces se vende el cuadro.

Cuando la mujer volvió a hablar estaba otra vez fuera del mosquitero. El coronel percibió su respiración impregnada de hierbas medicinales.

-No lo compran -dijo.

-Ya veremos -dijo el coronel suavemente, sin un rastro de alteración en la voz-. Ahora duérmete. Si mañana no se puede vender nada, se pensará en otra cosa.

Trató de tener los ojos abiertos, pero lo quebrantó el sueño. Cayó hasta el fondo de una sustancia sin tiempo y sin espacio, donde las palabras de su mujer tenían un significado diferente. Pero un instante después se sintió sacudido por el hombro.

-Contéstame.

El coronel no supo si había oído esa palabra antes o después del sueño. Estaba amaneciendo. La ventana se recortaba en la claridad verde del domingo. Pensó que tenía fiebre. Le ardían los ojos y tuvo que hacer un gran esfuerzo para recobrar la lucidez.

-Qué se puede hacer si no se puede vender nada -repitió la mujer.

-Entonces ya será veinte de enero -dijo el coronel, perfectamente consciente-. El veinte por ciento lo pagan esa misma tarde.

-Si el gallo gana -dijo la mujer-. Pero si pierde. No se te ha ocurrido que el gallo puede perder.

-Es un gallo que no puede perder.

-Pero suponte que pierda.

-Todavía faltan cuarenta y cinco días para empezar a pensar en eso -dijo el coronel.

La mujer se desesperó.

-Y mientras tanto qué comemos -preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela.

Lo sacudió con energía-. Dime, qué comemos.

El coronel necesitó setenta y cinco años -los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto- para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder.
 



 



La historia se repite 


Cuando éramos niños esperábamos ilusionados la Nochebuena.

Redactábamos una ingenua carta con una enorme lista de "Quiero que me traigas", y pasábamos contando los días con un aparato que llamábamos "Ya solo faltan".

Y cada mañana nos asomábamos a ver cuantos días faltaban para Navidad.

Pero a medida que se acercaba el día, las horas se nos hacían eternas y pasaban llenas de advertencias de "Si no te portas bien".

Gozábamos las posadas, visitábamos a la familia, íbamos de compras, llenábamos de focos nuestro pino hasta que, por fin, llegaba la anhelada Nochebuena.

La casa se llenaba de alegría y, con la mágica aparición de los regalos, las ilusiones se volvían realidad y, por un momento, olvidábamos el verdadero significado de la Navidad.

Hoy nuevamente llega la Nochebuena y la historia se repite con los hijos, que pasan los días redactando borradores de tiernas cartas con una imaginación sin límites. Piden, piden y piden: juguetes, pelotas, muñecas, "O lo que me quieras traer".

Y mientras a los niños la Navidad los llena de ilusión, a los adultos nos llena de esperanza y nos permite convivir con la familia regalándonos unos a otros cariño y buenos deseos, brindando por nuestros éxitos, apoyándonos unos a otros, apoyándonos en nuestras derrotas y tratando de entendernos.

¡Porque la mejor forma de festejar el nacimiento de Jesús es llamando al que está lejos, olvidando rencores tontos y resentimientos necios... amando y perdonando!
 
 La marioneta de trapo

Si por un instante Dios se olvidara de que soy una marioneta de trapo, y me regalara un trozo de vida, posiblemente no diría todo lo que pienso, pero, en definitiva, pensaría todo lo que digo. Daría valor a las cosas, no por lo que valen, sino por lo que significan.

Dormiría poco y soñaría más, entiendo que por cada minuto que cerramos los ojos perdemos sesenta segundo de luz. Andaría cuando los demás se detienen, despertaría cuando los demás se duermen, escucharía mientras los demás hablan, y cómo disfrutaría de un buen helado de chocolate…
Si Dios me obsequiara un trozo de vida, vestiría sencillo, me tiraría de bruces al sol, dejando al descubierto no solamente mi cuerpo, sino mi alma.

Dios mío, si yo tuviera un corazón… Escribiría mi odio sobre el hielo, y esperaría a que saliera el sol.

Pintaría con un sueño de Van Gogh sobre las estrellas un poema de Benedetti, y una canción de Serrat sería la serenata que le ofrecería a la luna.

Regaría con mis lágrimas las rosas, para sentir el dolor de sus espinas, y el encarnado beso de sus pétalos…

Dios mío si yo tuviera un trozo de vida… No dejaría pasar un solo día sin decirle a la gente que quiero, que la quiero. Convencería a cada mujer de que ella es mi favorita y viviría enamorado del amor.

A los hombres, les probaría cuán equivocados están al pensar que dejan de enamorarse cuando envejecen, sin saber que envejecen cuando dejan de enamorarse.

A un niño le daría alas, pero dejaría que él solo aprendiese a volar. A los viejos, a mis viejos, les enseñaría que la muerte no llega con la vejez sino con el olvido.

Tantas cosas he aprendido de ustedes los hombres… He aprendido que todo el mundo quiere vivir en la cima de la montaña sin saber que la verdadera felicidad está en la forma de subir la escarpada.

He aprendido que un hombre únicamente tiene derecho a mirar a otro hombre hacia abajo, cuando ha de ayudarlo a levantarse.

Son tantas cosas las que he podido aprender de ustedes, pero finalmente mucho no habrán de servir porque cuando me guarden dentro de esta maleta, infelizmente me estaré muriendo...  



Un día de éstos 


El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.

Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.

Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.

-- Papá.

-- Qué

-- Dice el alcalde que si le sacas una muela.

-- Dile que no estoy aquí.

Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.

-- Dice que sí estás porque te está oyendo.

El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:

-- Mejor.

Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.

-- Papá.

-- Qué.

Aún no había cambiado de expresión.

-- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.

Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.

-- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo.

Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:

-- Siéntese.

-- Buenos días --dijo el alcalde.

-- Buenos --dijo el dentista.

Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.

Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.

-- Tiene que ser sin anestesia --dijo.

-- ¿Por qué?

-- Porque tiene un absceso.

El alcalde lo miró en los ojos.

-- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.

Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:

-- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.

El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.

-- Séquese las lágrimas --dijo.

El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.

-- Me pasa la cuenta -dijo.

-- ¿A usted o al municipio?

El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:

-- Es la misma vaina.  



Gabriel Garcia Marquez



  


Instrucciones para llorar 

Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente.

Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca.

Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
 



Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo 
 
   
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere.

En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.

En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.

Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.

Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.

Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.

El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.
 




Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj 
 
    Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente un reloj, que los cumplas muy felices, y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con ancora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te ataras a la muñeca y pasearas contigo. Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo fragil y precario de tí mismo, algo que es tuyo, pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgandose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de a atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia a comparar tu reloj con los demas relojes. No te regalan un reloj, tu eres el regalado, a tí te ofrecen para el cumpleaños del reloj.  




Casa Tomada
  
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los secretos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.

Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella, lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos a mediodía, siempre puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegamos a creer que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de hermanos, era necesaria clausura de la genealogía
asentada por los bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.

Irene era una chica nacida para no molestar a nadie. Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el sofá de su dormitorio. No sé porqué tejía tanto, yo creo que las mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias, tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto, se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde 1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.

Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un pull-over está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una mercería; no tuve valor de preguntarle a Irene qué pensaba a hacer con ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba la plata de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban constantemente los ovillos. Era hermoso.

Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esta parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta central daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros dormitorios, y al frente del pasillo que conducía a la parte más retirada; avanzando por le pasillo se franqueaba la puerta de roble y más allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más estrecho que que llevaba a la cocina y al baño. Cuando la puerta estaba abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos Aires será una ciudad limpia, pero eso se lo debe a sus habitantes y no a otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los muebles y
en los pianos.

Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio, eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la pavita del mate. Fui hasta el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando escuché algo en el comedor o la biblioteca. El sonido venía impreciso y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta la puerta. Me tiré contra la puerta antes de que fuera demasiado tarde, la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.

Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:

-Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado la parte del fondo.

Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.

-¿Estás seguro?

Asentí.

-Entonces -dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.

Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que tejía un chaleco gris; a mí me gustaba ese chaleco.

Los primeros días nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la biblioteca. Irene extrañaba unas carpetas, un par de pantuflas que tanto la abrigaban en invierno. Yo sentía mi pipa de enebro y creo que Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años. Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días) cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.

-No está aquí.

Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.

Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo. Lo pensamos bien y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo, Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque siempre resulta molesto tener que abandonar los dormitorios al atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.

Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que era más cómodo. A veces Irene decía:

-Fíjate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?

Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos un cuadrito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se puede vivir sin pensar.

(Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba enseguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene se los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.

Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiado ruido de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos ahí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos más despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alto voz, me desvelaba en seguida).

Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella tejía) oí el ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran de este lado de la puerta de roble, en la cocina y en el baño, o en el pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.

No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia atrás. Los ruidos se oían más fuerte, pero siempre sordos a espaldas nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora no se oía nada.

-Han tomado esta parte- dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta el cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.

-¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? ÿle pregunté inútilmente.

-No, nada.

Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.

Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.